Ciudad hospital de campaña
Hoy he sido ave desenjaulada después de 44 días de confinamiento.
No he salido a comprar, he salido a colaborar unas horitas en la gran labor que Cáritas, de nuevo, está desarrollando en nuestro barrio. #LaCaridadNoCierra, y qué gran certeza, pero al igual que tantos voluntarios y organizaciones, que por mucho que otros quieran negarlo, están al pie del cañón y no hay virus que impida que "el amor por el prójimo" siga siendo una realidad en nuestra ciudad.
Cuando me he levantado esta mañana he de reconocer que estaba emocionada, con ganas de por fin sentir la luz del sol y los zapatos en la acera. He podido volver a sentir lo que es ponerse unos vaqueros, vestirme y peinarme, de forma no de "estar por casa", para salir a la calle donde podría encontrarme con más personas que no fueran mis vecinos ni mi familia. Mi cabeza, ilusa, pensaba que todo iba a ser maravilloso hasta que ha tocado equiparse con la nueva moda: mascarilla y guantes. Al principio, me recordaba al hospital cuando vamos de voluntariado, pero lo triste ha sido salir a la calle y sentir que estaba en una ciudad convertida en un hospital de campaña.
Lo primero al salir del portal ha sido la sensación de una luz que destellaba y una temperatura bastante elevada. Claro, en comparación con hace mes y medio, ya hubiéramos cambiado los plumas de invierno por las parkas de primavera. Lo segundo ha sido la libertad de poder dar un ritmo de paso moderado, sin límites ni barreras espaciales como las paredes y puertas de mi casa. Pero, lo más curioso de todo ha sido que ese destello de luz, además de por la falta de contaminación, era reflejo de la primavera inconsciente en la que vivimos, en la que los parques habían florecido y que quizás sea reflejo de que algo está cambiando también ahí fuera.
Cuando he llegado a la parroquia me he encontrado con más voluntarios, muchos de ellos familias y matrimonios, que estaban dispuestos a trabajar sin apenas conocernos ni saber muy bien qué íbamos a hacer. No ha hecho falta muchas palabras para ponernos en marcha y empezar a llenar cajas con alimentos para familias.
En ese proceso, he sido consciente del nuevo significado que cobra la mirada. Unos ojos por encima de las mascarillas, que no dejan mostrar la sonrisa. Mascarillas que no dejan lucir tu mejor versión, no solo por el nuevo look corona sino por no poder enseñar y hacer lo mejor de uno mismo. El simple hecho de tropezar con otro voluntario y darte cuenta de que no ha visto como te has sonrojado o intentado reirte. Momento de enfrentarse a los nuevos dilemas del "modelito", desde lo menor que es no poder cortar el celo como lo hacia antes con dientes, hasta lo peor, no poder sonreír a la otra persona.
Sin embargo, lo más profundo del asunto llega cuando pones cara a esas personas, normalmente mujeres, que se enfrentan a la calle, al virus, al pedir ayuda para sacar a toda su familia adelante. Miradas cansadas, tristes, abatidas, agradecidas que pedían esos abrazos con los que me he quedado con ganas de dar. Pero, la distancia de seguridad disminuía cuando entablabas una pequeña conversación, cuando las palabras de la otra persona eran capaces de tocar tu corazón, de hacerte consciente de la suerte que tienes. Y, con poco o con mucho, con lo que se puede colaborar, intercambiábamos esas cajas con alimentos para que puedan seguir adelante, para que todos podamos llegar hasta el final de esta batalla.
Porque sí, el virus ha pasado y ha devastado una ciudad por completo. Eso sí, se ha llevado por igual todos los barrios, sin tener en cuenta que sus consecuencias iban a ser distintas. Porque hay familias enteras que el "enemigo" ha pisoteado, y no solo por la enfermedad (que en algunos casos también), sino por las diferencias económicas que se ven incrementadas, por la obligación de estar entre cuatro paredes en menos de 40 metros cuadrados con tres niños, o verte "en la calle" por haber perdido tu empleo y no tener ninguna opción para salir a buscar algo con que seguir manteniendo a los tuyos.
Un virus que se ha llevado la normalidad y el ruido de una ciudad. Un Madrid turístico que ha desmantelado terrazas en las que poder tomar botellines al sol, en el que los expositores se han quedado al desnudo, en el que Plaza Castilla ahora sería un paraíso para los novatos conduciendo, en el que los atascos se deben a controles de policía, en el que las motos de alquiler parece que están ordenadas para grabar un anuncio. Un Madrid que recuerda a cuando volvemos de vacaciones en pleno Agosto: calles vacías, extrañas por haber perdido la costumbre de pasar por los mismos sitios y con un silencio incómodo solo pausado por los semáforos. Eso sí, con una angustia no por el calor asfixiante, sino por un frío congelador, de ausencia, de madrileños, de caos, de coches, en definitiva, de vida.
Según acababa la tarde, nos ha tocado ir a llevar a algunas casas las cajas de alimentos. Mi padre y yo, que vivimos juntos, estábamos fuera sentados en un coche en diagonal. Parece paradójico, pero el simple hecho de salir ha hecho que el contacto que llevaba siendo normal durante 44 días, haya pasado a ser extraordinario. Y es quizás, estos pequeños detalles o cambios que son los que hacen que la mascarilla, no solo por ser incómoda, produzca ansiedad o miedo ante esta situación. ¿Cuándo podremos dejar de hacer cosas extraordinarias para llevar una rutina ordinaria? ¿Cuándo podremos dejar de tener miedo de abrazar? ¿Cuándo podremos sonreír, y que no sea solo con la mirada?
Al final creo que he abierto más los ojos, he podido ver que claramente esta situación va a ser un cambio de mirada. Todavía queda camino para desmantelar el hospital de campaña que tenemos en nuestras calles desérticas, pero cada día estamos más cerca. Nos queda un cambio de perspectiva que he podido visualizar al ver desde el parque los dibujos de mi ventana. Ahora, la pregunta será ¿cómo volver a poner los pies en el suelo? Eso sí, tenemos que hacerlo CON y PARA todos, y de esto no tengo ninguna duda. Escuchar al otro lado del teléfono y contemplar los ojos por encima de las mascarillas de PERSONAS que esperan una mano, que se sienten olvidadas y que si no contamos con ellos serán más "fallecidos" de esta pandemia. No consiste en cerrar el hospital de IFEMA y abrir más comedores sociales, no debe ser una crisis sanitaria que se transforme en crisis social. Y cuidado, porque estamos en ese proceso. En nuestras manos está, contribuir con nuestra gotita como tantos voluntarios y colaboradores que verdaderamente se comprometen y quieren frenar una emergencia a todos los niveles.
Finalmente, ha tocado volver, desinfectar, y ver que todo sigue su camino. Me gustaría pensar que todo hubiera sido un sueño, pero espero que haya sido una toma de contacto con la realidad, de saber que cada día estamos mas cerca de volver a una "normalidad", que no será tan normal como antes, pero que está en proceso. Y ahí, ha sido cuando mi padre (también voluntario) me ha hecho quitarme "la mascarilla" preguntándome y hoy ¿qué inquietudes se han activado en ti? El primer suspiro ha sido para ser consciente de que estaba inquieta, que algo se me había removido por dentro. Cuando he conseguido inhalar y exhalar con un ritmo normal , a los minutos, no sé si quería llorar de alegría o llorar de tristeza. Ahora, más calmada y aterrizada, creo que vuelvo con los pies en la tierra y esperanzada de ver que si algo rompe distancias eso es las ganas de ayudar al otro, las miradas que llegan al corazón y los pequeños procesos que conmueven emociones.
Conseguiremos desmantelar una ciudad convertida en hospital de campaña cuando retome su ritmo más humano, cuando no oigamos hablar de crisis de ningún tipo, porque solo en ese momento conseguiremos quitarnos las mascarillas y completar miradas con sonrisas.
Comentarios
Publicar un comentario